CAPÍTULO 2: EN LA CARRETERA.
No recuerdo muy bien qué tipo de cosas pasaron desde que el motor del coche rugió en la noche hasta que emitió un leve repiqueteo en el cruce que marcaba el final de la urbe y el comienzo del solitario y árido desierto. Ese tipo de cosas tediosas nunca se quedan en la memoria y tratar de recordarlas es un ejercicio de futilidad. Es como tratar de recordar cuantas baldosas has pisado de la que ibas a tu casa, imposible, a pesar de que hayas estado todo el tiempo mirando al suelo. Así que, por vagancia o por compresión hacia ustedes y hacia mi, claro está, me ahorraré los sucesos que se avanzaron torpemente durante este viaje sin pena ni gloria y me centraré, en lo que egoístamente para mi, fueron cruciales.
Supongo tampoco habrá que entrar en detalles absurdos,
como el automóvil. Imagino que sabrán como funciona una ranchera, como son sus
faros, su parte trasera y todo eso. No necesitarán una descripción detallada de
la susodicha y menos, quizá me equivoque, una descripción poética, espero que
no sea necesario decir que” parecía una llamarada de vida en medio de la sombra
alquitranada que representaba nuestro destino, ¡oh enérgica carretera,
condenada soga!”, ni nada de ese estilo. Centrémonos en los detalles cruciales y, al menos en mi
opinión, la ranchera no es para nada uno de ellos. Simplemente mi pequeña (por
llamarla de algún modo cariñoso) era y es, aunque algo más sucia que al sacarla
del garaje, de color rojo, con las llantas de color acero y con algo de óxido
en los guardabarros. Un vehículo como otro cualquiera, ocupando un aparcamiento
más y pasando inadvertido ante los transeúntes. Ven, una descripción perfecta.
Y ahora por favor se lo pido,
reanudemos la historia.
Pasaron dos horas hasta que la
luna del desierto comenzó a empapar nuestras caras. En menos de un parpadeo ya
eran las seis y media de la mañana. El satélite lunar estaba preparado para
irse y el sol comenzaba a desperezarse sobre la ladera y, como el extraño que
llega a un lugar que no conoce, paso de mostrarse tímido, emitiendo una leve
claridad sobre el terreno, a convertirse, como el invitado que se siente en su
salsa, en un estallido de luminosidad que invadió todos los confines del lugar,
imposible de expulsarlo del impasible cielo. En el exterior había comenzado a
subir la temperatura a la par que rachas ligeras del aire de la mañana
golpeaban suavemente la luna delantera como si de chiquillos se tratasen,
tocando algo prohibido y huyendo nada más rozarlo, huidiza conducta pueril. El
aire que se inhalaba dentro del auto había permanecido estable durante horas, aire caliente y denso, con un toque de sudor
agrio y otra pizca suciedad nos llevaba acompañando desde el inicio del viaje.
Aunque al principio todo fueron quejas y bajadas de ventanilla nos terminamos acostumbrando
al olor, no por gusto, si no por remedio. Hacía demasiado frío como para tener
las ventanas bajadas y demasiado cansancio como para seguir emitiendo quejas.
Sin embargo, todo hay que decirlo, hubo un momento que creí que realmente me
gustaba ese hedor cuasi ponzoñoso, luego me di cuenta de que no, que para nada,
pero ya saben, la sugestión es así: solo hay que creer que algo huele bien para
que realmente huela bien.
Tommy dormía plácidamente y
ronroneaba como un gato arrabalero en la parte trasera, con los ojos tapados
con el antebrazo y los pies en el alto del asiento contrario. SB conducía
despacio, disfrutando del camino. Tenía los ojos bien abiertos, escondidos
entre el pelo ondulado que le caía hasta la barbilla y, en algunos casos, se le
enredaba a la frondosa barba oscura. Yo, en cambio, estaba ligeramente
recostado en el asiento observando detenidamente el paisaje, pero sin darle
demasiado interés. La carretera se confundía en el horizonte con las nubes, eso
era lo único realmente importante. No recuerdo que hubiese nada digno de
mención a ambos lados del pedazo de alquitrán surcado por la goma de las ruedas,
quizá unos cuantos cactus se aglomeraban en la ribera, quizá había algún tronco
seco lejos del camino, quizá algún animal. No estoy seguro. No sé si dormí algo
aquella noche, si lo hice quizá fue todo un sueño y si no, realmente había
troncos, cactus y animales. Pero a quién le importa eso. A mi no desde luego.
Lo que me importaba en ese momento, era llevarme algo a la boca. Es curioso,
jamás he desayunado por las mañanas, sin embargo esas noches insomnes me
provocaban un apetito voraz, ansía, gula, hambre en estado puro. Hambre de
quién puede saciarla, el tipo de hambre que abunda en los lugares de comida
rápida o basura a las tantas de la madrugada. Sí, el humo que provoca la carne
quemada, las patatas rancias y los empujones en la cola. Madre mía, cada vez
tenía más hambre.
El sonido de la voz de Lijú
golpeo mi cabeza como si de un martillo se tratara, mandando de una sacudida
todos los pensamientos que allí se estaban formando.
-¿Qué hora es?
-Las siete menos cuarto- Dijo SB
después de mirar el reloj del salpicadero.
-Dios, he dormido como un tronco,
tengo un hambre de locura, estaría bien parar a comer algo. – Dijo Tommy
mientras se desperezaba. – Pero solo tengo ando corto de plata ¿Alguien me
patrocina el desayuno?
-Sí, lo haré yo, cogí pasta de
sobra, pero no te acostumbres. –dije yo desde el asiento delantero- pero molaba
mucho parar a jalar algo, estoy con Tommy.
SB comenzó a acelerar –Hay un bar
aquí cerca, estaremos allí en unos diez minutos.
Tommy y yo miramos a la
carretera, no se veía nada a lo lejos, solo arena y asfalto. Cerré los ojos y
recé por llegar pronto a ese tugurio, me estaba muriendo de hambre.
Los diez minutos fueron quince y
luego veinte, pero nadie dijo nada, estábamos cansados, hambrientos y
eufóricos, una combinación explosiva cuanto menos.
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