Titubeantes como sombras en el viento, palideciendo igual
que velas en el amanecer. Volátiles, fugaces, inquietantes. Rodeándome con
su ancestral canto. Y allí estaba yo, meciéndome al ritmo lento de su incesante
compás. Observándolas, fascinado, como quien observa a lo más bello del mundo.
Paralizado ante su gran poder, ante su fuerza, ante su vida.
Y allí estaba yo, adaptándome a su extraña danza. Dejándome
llevar por los impulsos que dominan mi vida;, un que hacer eterno, dejarme
llevar. Sí, sin más, como la medusa desplazada por las corrientes, frágil,
así estaba yo.
Callaron.
Y allí estaba yo, anhelante, ahogado, paralizado ante la
oscuridad que se cernía sobre mi alma, sordo, ante el impasible silencio.
Y de repente, volvieron como si nada hubiera ocurrido, como
si de nuevo, como si por un sencillo instante, pudiera volver al pasado. Para
tocarlo, para sentirlo, aún sabiendo que está vez, aunque esas extrañas y
preciosas criaturas, se moviesen de forma idéntica, que cantaran la misma
música y que me hipnotizasen de una manera mágica y caliente. A pesar de todo
eso sabía que algo iba mal.
Sudor, sed, malestar, mareos, cefaleas, presión toráfica,
hemorragias, dolor occipital, convulsiones.
Lo noté, los ojos se cerraban, me moría . Me moría
lentamente, como a quien se le arrebata el alma. Un preso esperando su hora
final. Mirando anhelante la pared que ahora era mi hogar y rezando, para que el
próximo día no fuese último.
Y ali estaba yo, ahorcado, en mi propia imaginación.
Surcando los mares que con un barco a la deriva intentando naufragar cerca de
la costa, inundado por el terremoto marino.
Y sin más, caí.
Y mientras volaba en la nada, mientras era tragado por el
tiempo, me acordé de ti.
Pero tú, tú ya no estabas allí.