Lo más difícil de hacer, aunque
parezca increíble, es leer. Para leer debes entender lo que está escrito. Sabes a lo que me refiero, debes rumiarlo, analizarlo, degustarlo y
transformarlo en una energía pura e imperecedera. Debe de estar almacenado, colocado
en un lugar específico, para así poder acceder a esos recuerdos en el momento
necesario. No es tan simple como mirar las palabras fugaces mientras divagas en
las redes de tu mente. No, claro que no. No es tan simple como eso, ojala lo
fuera, sí. Puede parecer que leer es más
fácil que escribir, pero eso es solo un prejuicio perpetuado durante años. La
batalla entre el escritor el papel es una de las más temibles presenciadas en
la Historia, es cierto. Es algo místico, cuasi religioso, una incesante lucha
entre dos púgiles seminoqueados, que necesitan una fuerza interior desgarradora
para continuar la batalla, pero no es más que eso. Una fuerza, una paciencia innata,
algo demasiado banal, pues la única dificultad de dicha pelea consiste en
poseer constancia y tiempo. Es por ello que carece de dificultad, puedes hacer
mil cosas a la vez que escribes, puedes estar hablando con alguien, ver una
película y comer cualquier cosa mientras dejas que los dedos golpeen incesantes
las teclas, o dominen con arte el bolígrafo, para llenar de magia la lápida
taciturna que se entrevé en el folio o en la pantalla cristalina.
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