El sonido el teléfono fijo me despierta
paulatinamente. Estaba soñando con grillos, que macabra asociación de ideas. Miro
el reloj con los ojos empañados en agua, sudor y legañas. El mejor pegamento
natural desde que el hombre es hombre.
Son las cinco y cuarenta y siete minutos.
Parpadeo y son las siete y veinte dos. Me digo a mi mismo que el tiempo pasa muy
rápido. Ya son las siete y media. Supongo que de la tarde, pero me duele la
cabeza y los pulmones simplemente por respirar, así que no quiero forzarme a
imaginar que hora es, ni que hago yo aquí,
ni porque estoy en pijama, ni porque estoy en mi casa. Lo malo de la vida y del
siglo en el que me toca vivir es que uno siempre termina enterándose de todo de
lo que ha hecho. Sí, es la lacra que nos tocó a los de mi generación. Unos
tuvieron comunas hippies y otros tifus, todo es cuestión de extremos. Hoy en día
ni el mismo Dios sabe qué cojones es el tifus. A mi personalmente me la suda,
creo que cada uno tiene sus mierdas y que siempre huelen mejor las mierdas de
los vecinos. Menos de los vecinos con úlceras estomacales, esas sí que huelen
mal. Pero obviando el tema de posibles agravantes al olor y calidad de las
heces, todas las heces tienen algo en común, que son, fueron y serán,
simplemente mierda. Mierda caliente y olorosa.
Tengo la boca más seca que el Sahara en
agosto. (Y diré a todos los entendidos que se lee “saara”, no “sajara”. Estúpidos
gilipollas. El nombre proviene del
español, así que vamos a dejarnos de memeces y de inventar nuevas reglas de
pronunciación). Sé de buena tinta que hay una botella de cola al otro lado de
la cama, pero estoy demasiado cómodo. Paso la lengua por el paladar, tengo
mocos secos o saliva seca o lo que cojones sea esa cosa pegajosa y blanca que
ronda en mi, de naturaleza árida, boca.
Me desperezo con agilidad y buscó las gafas
en la mesita. Me las pongo y me rasco los ojos, me ensucio los cristales y me río
de lo imbécil que soy. Las coloco otra vez en la mesita y me rasco los ojos, esta vez sin problemas y bebo un trago del refresco, demasiado caliente, y me enjuago con el la boca con
él. Me despojo de la extraña sustancia de mi boca, que ha llegado incluso a
habitar en mis labios, con el pijama y me siento en la cama con las manos sobre
la frente y los codos sobre las rodillas. Me miro al espejo mientras subo la persiana,
con los nimios rayos de luz que entrar
por la ventana ya puedo ver el reflejo en la brillante superficie, parezco un
vampiro. Pero por otra parte ver el reflejo en el espejo me alivia, quiere
decir que en realidad no soy un vampiro. Me pregunto si los vampiros existirán
realmente. Concluyo en un gran y rotundo: Me la suda. Cierro otra vez la
persiana, me prendo un cigarro en la oscuridad y me tiro sobre la cama. Hoy tiene
pinta de ser un día de mierda. Espero que ninguno de esos tipos que andan
felices por la vida me diga “buenas días”, “buenas tardes” o “buenas noches”
porque me vería obligado a darle una paliza. Odio a la gente que irradia
felicidad, malditos hijos de puta. Deberían decapitarlos, sin juicio ni jurado,
a la hoguera directamente. Como a los que decidieron poner de moda la palabra “chachi”,
los que decidieron impartir en las aulas sintaxis y sobretodo a esos pedazo de
toca-pelotas que sustituyeron el típico interruptor de la luz por un sensor de
movimiento. No hay día que no entre a un puto baño “moderno” con sensor y no
tenga que hacer el gilipollas en la oscuridad para que se encienda la luz. Y no
hay día que después de hacer eso y estar meando cómodamente sobre la pared con
agua, intento de sustitución del ya tradicional “roca” blanco y tenga que
repetir el proceso de “baile” con la polla en la mano y el chorro empapando
todo aquello que hay alrededor simplemente por que alguien tuvo la increíble idea
de dar tan poco tiempo de margen antes de que la luz se apague. Joder, con lo
sencillo que era el maldito interruptor.
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