6.12.2012

Y los vagones se resquebrajaban.

Tengo la extraña sensación de que me encuentro inerte en el mismo banco de la misma estación en la que llevo esperando toda mi vida. Esperando a un tren ya rojizo y oxidado por el inevitable paso del tiempo.

 A veces me pongo melancólico y creo que no volverá a pasar, que se ha ido mientras estuve en el baño y que ahora ya es demasiado tarde. Otras en cambio, alguna pasajera se sienta en mi banco y me pregunta si yo también voy en el mismo tren que ella, le sonrió y le digo que sí, que por supuesto, y que ha sido una gran casualidad que hayamos coincidido en ese banco personas tan similares. Hablo con ella poco o mucho tiempo, pero el resultado con todas las que se sientan es muy similar. A su lado el tiempo pasa fugaz, imperceptible ante mis ojos y entonces, cada una con su excusa, o incluso yo con la mía, se van retirando del banco. Y sin más, desaparecen. Desaparecen dejando solo polvo en el suelo, polvo gris, tan gris como la ceniza que se consume lenta en el cigarro de mi mano derecha. Me siento tan deprimido, tan solo, tan anhelante de la próxima ración de compañía que por un momento pienso en tirarme a las vías. Sin embargo me recosto suavemente en el frío, y cada vez más frío, banco de metal y miro a esa chica, la de la acera de enfrente y le sonrío. Ella me sonríe y trato de acercarme, pero tengo miedo de que no vayamos en el mismo tren y entonces, cuando encuentro valor suficiente para acercarme a ella observo varias sombras a mi alrededor, parece que las sombras no paran de moverse y entonces caigo, caigo lentamente, sin saber si dirigirme hacia ella e intentar cambiar el rumbo de su vía o simplemente esperar a encontrármela en la próxima estación y entonces, de manera desesperada, tomo una idea.


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