4.23.2012

16402: Apología de la Imposibilidad.

Aquél, era un día normal,  y así se previó desde que los primeros rayos del sol irrumpieron en el alba. Una jornada como todas las demás: intensa y violenta. Un leve parpadeo en los ojos de algo semejante a un dios. Un día de vidas sesgadas y otorgadas; un nuevo inicio o un dramático final, un tiempo idéntico a todos los demás. Un intervalo de tiempo que no pretendía romper la armoniosa parsimonia con la que siempre desfilaba este “caballero”, al que los individuos, afortunados o desdichados  que habitaban la Tierra, concedieron, tiempo atrás, el nombre de “día”.

Y, como es natural en estos casos, a un día cualquiera se le subordina, de forma casi instintiva, su propia mañana. Y más aún si éste periplo de veinticuatro horas se nutre de un taciturno y olvidado apartamento de alquiler por habitaciones, desvencijado y arrasado por las duras cadenas del tiempo.

Sería de esperar, entonces, que los ocupantes de tan lúgubre lugar estuvieran, como mínimo, apáticos e indiferentes frente a los rayos solares… y así era. Sin embargo,  entre todos ellos, había alguien que no se resignaba a tan típica y negra conducta. Para él sí era un día diferente. Tuvo ese presentimiento cuando, a la vez que los rayos despuntaban, él se dirigía a la cocina, compartida con otros dos desgraciados, a prepararse el desayuno. El aire estaba frío, pero a él le encantaba esa sensación: la piel erizándose a cada paso, los músculos tensándose como si fueran escudos de cristal preparados para el impacto de una maza de hierro dirigida hacia su portador. El aire entrando y rascando, de manera íntima y casi sensual, el interior de su garganta. Todo un extraño deleite helado.

La presión que ejercía sobre sus ojos ese mismo aire que inspiraba los disipaba del sueño con un hábil juego de manos y hacía que, de esas leves sensaciones, fluyeran descontrolados momentos de autentica felicidad.

Desde joven, había aprendido a disfrutar de aquellos detalles de la vida. Cuando trabajaba  el raquítico sueldo apenas le permitía gozar de su mera existencia y no tenía tiempo libre ni tan siquiera para pensar.  Ahora, era diferente, ya no trabajaba, pero su mísera pensión no le llegaba más que para comer, dormir en una cama templada y, si había jugado bien sus cartas, comprar un boleto de lotería para intentar cambiar el rumbo de su situación antes de que el río, aún iluminado, alcanzase el bosque del ocaso, y su pequeña barca, construida de sueños e ilusiones, así como de experiencias y sentimientos, llegara a su inevitable y desastroso final.

Ahora, en la cocina, su lánguido cuerpo no paraba de vibrar mientras degustaba con apetito aquella manzana rabiosamente verde, un huevo y unas tostadas, quizás demasiado hechas, que había dejado para aquel día tan especial. Llevaba sesenta años haciendo lo mismo: reservaba lo que para él suponía un lujoso desayuno que comía con deleite mientras sonreía mientras espera a que dieran en la televisión el número premiado de la lotería; al fin y al cabo era Navidad: a todo el mundo le debería llegar el momento de disfrutar de sus sueños. Todas las noches del día veintidós de diciembre acababan igual, como había empezado ese señalado día, sin nada en los bolsillos y con el corazón y el pensamiento puestos en el año siguiente.

Algún día -se repetía cada año desde que había cumplido los dieciocho-, algún día saldré de aquí, ya lo verás papá, ya lo verás.

Sin embargo la edad, el trabajo, el sueño acumulado, las facturas y las incesantes maniobras económicas para llegar a fin de mes iban alejando su sueño poco a poco, hasta el punto de hacerlo prácticamente inexistente; aun así, aquellos veintidós de diciembre se convertían en un día de culto para él, una especie de ceremonia azarosa cargada de incertidumbre en la que es tan fácil sufrir una derrota, que no crea tristeza hacerlo, sólo hace florecer la esperanza necesaria para afrontar con más tesón la próxima batalla.

Con esta letanía de derrotas, sorprende ver la expresión de sorpresa del anciano: incrédulo, con la vista absorta entre la televisión y su boleto.

Aunque reconoció el número a la primera, continuó en un estado dubitativo durante lo que pudieron ser horas o minutos, él no sabría discernirlo... -No puede ser -pensó para sí-,  -no puede ser. Centró de nuevo la vista en el trozo de papel que tenía entre las manos, extrañamente tranquilas. El número negro seguía impreso ahí, impasible, totalmente abstraído de la felicidad que había causado a su portador. El maldito, quizás ahora bendito, dieciséis mil cuatrocientos dos, el número que le había provocado tantas decepciones a lo largo de su vida lo acaba de catapultar hacia una fortuna que posiblemente ni le diera tiempo a gastar. Seguía sin creérselo. Tuvo que levantarse del sillón y recorrer el gélido pasillo con una tensión indescriptible, intentando mantener la felicidad que germinaba dentro de su cuerpo e intentaba ser expulsada de cualquier modo: gritos, saltos… carreras, eran sólo unas de las posibles opciones, aunque ninguna de ellas se llevaría a cabo. Aquel hombre, con calma, se afeitó, duchó, vistió y salió en busca del edificio nacional de lotería más cercano. Su alegría le generó movimiento desplazándose, ahora, velozmente, casi felinamente.

Apenas tardó unos minutos en recorrer las hileras grisáceas de edificios oscuros y demacrados y otros elegantes y hermosos, situados en suntuosas calles, ahora, mitad heladas mitad mojadas, y llegar al blanco edificio de la lotería: su ansiado destino.

El encargado, un chaval alto y vivaz, no podía disimular la alegría en su rostro. Había visto muchas veces al anciano comprando el mismo número, año tras año, y llevaba esperándolo todo el día, bueno, todo el día, no: lo hacía desde que había visto la cifra ganadora en la televisión, horas antes en aquella fría mañana. Por un momento, le entró miedo de que al pobre hombre se le hubiera olvidado comprobar tan increíble resultado; que le hubieran atracado o, peor aún, que hubiera muerto de la sorpresa. Todos sus temores se vieron disipados cuando lo vio entrar por la puerta metálica, ahora, tan pausado como siempre. Cuando el viejo se dirigió al mostrador y le preguntó, enseñándole su boleto, si realmente éste había sido el premiado, el ya tranquilo encargado, no pudo reprimir un súbito estallido de risa. Una risa tan pura y vibrante que contagió, a la par que ensordeció, al anciano inmediatamente. Sin embargo, este hilarante momento no duro más que unos segundos. Varios segundos que, desde aquellos puntos de vista tan dispares, podrían llegar a suponer una vida entera. Por un lado, el anciano, feliz de haber podido saborear el triunfo, condenado a cambiar de vida y aprovechar cada uno de sus céntimos antes de irse de este mundo. Por otro lado, el encargado, feliz, a simple vista incluso más que el primero, condenado a no poder cambiar, al menos de momento, su anodina vida, pero ¿Era esto un problema para un hombre tan empático?
                
Cuando las risas cedieron llegó un extraño suspense:  el joven le preguntó, tratando de no parecer un entrometido sino una persona de bien, que qué pensaba hacer con el dinero y como respuesta obtuvo un gesto de incertidumbre. Tiempo atrás, quizás ya demasiado, el anciano, había hecho miles de planes  para cuando el mundo reconociera sus méritos y le otorgara tan deseado premio: recorrer las playas paradisíacas de Hawái; traspasar los Estados Unidos de América de oeste a este en motocicleta, solo por las carreteras secundarias, claro está…  y otras cosas por el estilo. Sólo eran algunas de las ideas que había saboreado en su mente. Incluso se le había pasado por la cabeza aprender a conducir una avioneta, quizás una lancha, o un barco y viajar por los mares, con un sombrero de pirata cubriéndole las pocas canas y la mucha calvicie. Había pensando en que gastaría cada uno de los céntimos del premio, por primera vez en su vida había diseñado un futuro sólo para él, sin pensar en los demás.

Mientras trataba de decirle estos planes a su, ya prácticamente amigo, un impulso recorrió su cuerpo. Primero surcó su columna vertebral y pronto llegó a su cerebro. De su cerebro, en apenas una milésima, pasó a sus manos, y estás, obedientes, partieron en dos el boleto y lo dejaron sobre la ventanilla de aquel joven. A  la vez, sus pies, preparados de ante mano para la marcha, abandonaron deprisa el establecimiento, tratando de no hacer caso a las insensateces que gritaba, a su espalda, aquel sorprendido joven, aunque obviarlas, ya era misión de sus oídos.

Caminó distante hacia el parque que lo había visto crecer. Aunque aún mantenía una ligera sonrisa en la boca, parecía que todo el júbilo que antes lo animaba había huido, fugaz, lejos de su emisor para desaparecer por una triste cloaca.

No tardó demasiado en llegar al parque, a pesar de su lejanía y de que el paseo fue tranquilo. Los abedules y los robles seguían intactos, algunos habían crecido más, otros incluso habían desaparecido desde su niñez, pero la magia que rebosaba de los que resistían permanecía inalterada. Se dirigió veloz a su banco preferido (hoy era un día de extremos en cuanto a sus desplazamientos), éste estaba vacío, mucho más vacío de lo que algo puede estar vacío, si esto puede ser, pero no le importó. Consiguió llegar con paso firme, sentarse y cruzar las piernas a la vez que le dedicaba una sonrisa cargada de felicidad al cielo.

-¿Ves, papá? -dijo en voz alta-, - te dije que algún día tocaría, que no sería como tú, que lograría vivir la vida que tú no pudiste vivir. Y ¿Sabes de qué me he dado cuenta? De qué he malgastado tanto tiempo por esperar este día que he renunciado a mi vida y me he convertido en alguien como tú. Bien es cierto que he alcanzado mi sueño, pero es demasiado tarde, estoy demasiado perdido como para disfrutarlo. Tengo setenta y ocho años y puedo decir que he perdido mi vida. He dejado que los segundos se movieran fugaces ante mis ojos en la estúpida persecución de un sueño y, para colmo, de un sueño que no dependía de mí, sino del azar. Me he dejado llevar por el aire y el aire me recompensó, tarde, pero lo hizo. Así que, puedo ser feliz ahora que, aún sabiendo que he malgastado mi vida, he cumplido este estúpido sueño y debo darle las gracias a Dios, o a quien sea que esté ahí, por darme tan enorme recompensa, pero no la merezco, no al menos ahora. Después de haber desperdiciado tanto.

Y, sin más, cerró los ojos, había cumplido su sueño, podía irse en paz y así lo hizo, sin alterar el ritmo natural de su vida, sin hacer llorar a nadie. Simplemente se fue, con sus objetivos cumplidos, con lágrimas en los ojos por haber perseguido algo tan imposible como aquello, renunciando incluso a su vida y, a pesar de todo, en su cara había una sonrisa, porque, a pesar de todo, lo había conseguido.

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