4.05.2012

DYSCORDIA. (Primera parte)

Hacía mucho frío. Ese tipo de frio que atraviesa la capa de tela más densa con la que te puedas abrigar, la que arranca más tarde la piel y penetra el interior de los huesos, ese tipo de frio.  El reloj del móvil marcaba casi las seis, pero no lo recuerdo perfectamente. Solo sé que estaba esperando ver el amanecer con la cabeza entre los brazos y los ojos entreabiertos.  Desgraciadamente, lo único que se podía observar a esa hora eran borrachos de poca monta cargados de bolsas sucias de varios supermercados, adolescentes volviendo a sus hogares con la esperanza de hallar a sus padres dormidos para así poder decirles a la mañana siguiente que habían vuelto a la hora, cocainómanos del tres al cuarto puestos hasta los ojos, camellos inexpertos esperando en las esquinas al próximo vendedor con la ilusión de que este fuera un niño con ganas de ser mayor y puedan colocarle medio gramo al precio de uno o también a ese ansiado ricachón que no le importa pagar lo que sea por la peor mierda que se pueda encontrar en las calle. Desde luego, me encontraba rodeado de calaña, de fauna callejera, del hábitat natural de la vida nocturna.

Recuerdo que en aquel viejo banco de madera, con la capucha puesta y un cigarro en la boca, pensé que tipo de imagen estaba dando un chaval de casi dieciocho añoos en la calle, un día cualquiera a tales horas de la madrugada, francamente aún no se la respuesta y de corazón digo que no quiero saberla.  

Me apetecía ir a desayunar, tenía muchísimo hambre, pero por desgracia lo máximo que podía comer en ese momento y en ese lugar, solo eran los cubitos de hielos de los cacharros mal servidos de los antros que abundaban por la zona, pero a pesar de cómo me encontraba, y de la cantidad de alcohol que abundaba ya en mi cuerpo, decidí ir a tomar otro trago, el último, el que merece la pena de verdad. Me encaminé despacio, intentando mantener el equilibro y forzando a mi cuerpo a no andar formando eses. Mi única dirección era cualquier lugar cercano donde pudiese sentarme y beber hasta perder el control del propio control que ejercía sobre mí mismo. Y como suele suceder en cualquier noche fría de invierno a tales horas de la madrugada: nada más cruzar las calles iluminadas por farolas amarillas y por las luces de los coches que iban y venían a toda velocidad, me encontré para mi sorpresa un lugar, el cual, parecía cumplir mis expectativas.  Aceleré un poco el paso, agarre el pomo de madera y empuje la puerta, calor, calor… Fue lo primero que se me paso por la cabeza, necesitaba calor, fuera estaba empezando a nevar y lo último que quería soportar a esas horas era una buena nevada. Entré en el bar y me encaminé hacia el camarero, el lugar estaba prácticamente vacío, tan solo se encontraba un par de parejas dándose el lote en una esquina de la barra y un borracho, que descolgado de su grupo, apoyaba la cabeza contra la mano, y esta a su vez sujeta por el codo que vagamente era capaz de soportar el peso sobre la resbaladiza mesa. 


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