Hacía mucho frío. Ese tipo de
frio que atraviesa la capa de tela más densa con la que te puedas abrigar, la
que arranca más tarde la piel y penetra el interior de los huesos, ese tipo de
frio. El reloj del móvil marcaba casi las seis, pero no lo recuerdo perfectamente. Solo sé que estaba
esperando ver el amanecer con la cabeza entre los brazos y los ojos
entreabiertos. Desgraciadamente, lo
único que se podía observar a esa hora eran borrachos de poca monta cargados de
bolsas sucias de varios supermercados, adolescentes volviendo a sus hogares con
la esperanza de hallar a sus padres dormidos para así poder decirles a la mañana siguiente que habían
vuelto a la hora, cocainómanos del tres al cuarto puestos hasta los ojos,
camellos inexpertos esperando en las esquinas al próximo vendedor con la ilusión
de que este fuera un niño con ganas de ser mayor y puedan colocarle medio gramo
al precio de uno o también a ese ansiado ricachón que no le importa pagar lo
que sea por la peor mierda que se pueda encontrar en las calle. Desde luego,
me encontraba rodeado de calaña, de fauna callejera, del hábitat natural de la vida nocturna.
Recuerdo que en aquel viejo banco
de madera, con la capucha puesta y un cigarro en la boca, pensé que tipo de
imagen estaba dando un chaval de casi dieciocho añoos en la calle, un día cualquiera a
tales horas de la madrugada, francamente aún no se la respuesta y de corazón digo
que no quiero saberla.
Me apetecía ir a
desayunar, tenía muchísimo hambre, pero por desgracia lo máximo que podía comer
en ese momento y en ese lugar, solo eran los cubitos de hielos de los cacharros
mal servidos de los antros que abundaban por la zona, pero a pesar de cómo me
encontraba, y de la cantidad de alcohol que abundaba ya en mi cuerpo, decidí ir
a tomar otro trago, el último, el que merece la pena de verdad. Me encaminé despacio, intentando mantener el equilibro y forzando a mi cuerpo a no andar formando eses. Mi
única dirección era cualquier lugar cercano donde pudiese sentarme y beber
hasta perder el control del propio control que ejercía sobre mí mismo. Y como suele suceder en cualquier noche fría de invierno a tales horas de la madrugada: nada más cruzar las calles
iluminadas por farolas amarillas y por las luces de los coches que iban y
venían a toda velocidad, me encontré para mi sorpresa un lugar, el cual,
parecía cumplir mis expectativas.
Aceleré un poco el paso, agarre el pomo de madera y empuje la puerta,
calor, calor… Fue lo primero que se me paso por la cabeza, necesitaba calor,
fuera estaba empezando a nevar y lo último que quería soportar a esas horas era
una buena nevada. Entré en el bar y me encaminé hacia el camarero, el lugar estaba prácticamente vacío, tan solo se encontraba un par de parejas
dándose el lote en una esquina de la barra y un borracho, que descolgado de su grupo, apoyaba la
cabeza contra la mano, y esta a su vez sujeta por el codo que vagamente era
capaz de soportar el peso sobre la resbaladiza mesa.
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