La fragmentación mental con
tintes esquizoide no es más que una ceremonia de
locura transitoria, un efímero parpadeo de quimeras. Utopías pintarrajeadas en
las letrinas de un baño de mala muerte en la quinta avenida de no sé qué ciudad. La literatura,
por tanto, no es más que una acumulación de sucesos examinados exhaustivamente
por un cerebro especializado en razonamiento de
ideas. Podría decirse, en un lenguaje llano, que somos hombres discutiendo con dioses, somos
sombras titubeantes. No es algo extraño, por
tanto, que nos ensimismemos, que palpemos
nuestras paranoias en la oscuridad que no logra alcanzar la luz del flexo.
Somos idénticos, al menos
la mayoría, a nuestros queridos antecesores literarios y diferentes a todos los
demás humanos. Me refiero, pues, a que no
buscamos dar una explicación racional a las
cosas, pues normalmente ya las conocemos, si no a narrar tales sucesos con nuestro humilde punto de
vista; como han hecho los escritores desde siempre. No somos científicos, no posemos una
destreza mental suficiente para comprender aspectos tales como la complejidad
de los agujeros negros o de la teoría de cuerdas. El universo, la vida, el
porqué de las cosas escapa a nuestro control, pero sí
sabemos de algo: sabemos
de nosotros mismos. De nuestra fuerza
interior. De nuestros sentimientos. Del aislamiento que produce ir por una ciudad fría y
nocturna de vuelta a casa. De mirar por la
ventana y no ver más que lluvia. Del profundo
desasosiego que provoca el infortunio del mañana...
Sabemos, también, aprovechar
los momentos de pasión, de amor, de felicidad. Sí, sabemos camuflarnos entre las más pequeñas rendijas que tiene nuestro
pensamiento, deleitarnos y regocijarnos en nuestra soledad, en ese vacío
impasible y tedioso a simple vista, pero cargado de las más impresionantes
aventuras. Luchamos dependiendo de la suerte, sin un destino preestablecido, jugando en este juego sin conocer las
reglas ni ansiar entenderlas.
Es por ello
que escribimos, dibujamos… lo que sea para hallarnos
a nosotros mismos frente a una sociedad que nos deja ser libres. Algunos lo
llaman odio ajeno, yo lo llamo amor propio. La cuestión es siempre la misma ¿Vale más ser víctima en silencio, que verdugo a toda
voz? Porque, si no fuéramos víctimas no seriamos
escritores, y sin escritura no habría vida. Vida,
porque la vida nace del lenguaje, de las cosas y de las ideas. Las ideas están
compuestas por palabras, al menos en el momento que intentamos comunicarnos con
otros individuos. Las cosas son sólo cosas, pero sin entenderlas no son más que polvo:
Las palabras, la escritura, son lo necesario para la comunicación a tiempo
real; atemporal, para el mero hecho de enriquecer nuestra mente... ¿No es acaso
increíble el poder del léxico, no es algo extraordinario? Hemos abandonado hace
mucho el término de animales para convertirnos en seres racionales, entonces ¿Para qué cultivar nuestro cuerpo dejando atrás
nuestro mejor órgano? Enriquezcámonos, señores,
hagamos el amor con la mente, que es lo único que es realmente nuestro, lo
único no modificable a simple vista.
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